The Tower, por andreasrocha en Deviantart

Caída hacia la Ciudad Colgante

F. Isaac Loreto

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La historia nació cuando vi la imagen de arriba, un marullo de ideas extrañas sin pies ni cabeza (que creo yo, aún sigue así). Al final transmutó en algo muy diferente, que en muchos aspectos, abandonó por completo a la torre donde nació todo. Aún así decidí poner la idea original, pues cuando terminé descubrí que la historia nunca fue un lugar, sino un color.

— ¡Muévete cachorro!

Justino corría tan rápido como su pequeña figura le permitía al escurrirse entre los cuerpos sudorosos y apestosos que populaban la ciudad de Manchuko.

Para un observador foráneo, la visión de la Ciudad Colgante era siempre distinta: a veces parecía una mole de metal torcido que colgaba del limpio acantilado de arena roja; al cansado viajero se alzaba como un nido seguro y cálido ante las imbatibles tormentas de nieve; y al ojo experto colgaba como a la última fruta en un árbol raquítico.

Las edificaciones reptaban en laberíntica sucesión a partir de la Torre Vigía anclada en la cima. Hacia abajo corrían enormes serpientes rojas y brillantes, resultado de las improvisadas luces eléctricas. Cada callejón y recoveco guardaba sorpresas para el caminante desprevenido, un giro equivocado y podías terminar al borde del abismo o en un agujero lo suficientemente ancho como para tragarse un cuerpo entero. Nunca sabías que secretos contenía en su interior, podías llegar a parar al centro de un burdel lleno de prostitutas baratas sin apenas notarlo, y en dos pasos terminar en uno de los pasajes al Camino Sagrado de Az, siempre lleno a reventar de Monjes de Ceniza en su peregrinación santa a los ritos en la Torre Vigía.

— ¿Eres retrasado o qué? ¡Te dije que te muevas!

El sudoroso hombre, cuya grasa le hacia parecer más un cerdo que un mecánico, se sonó la nariz con los dedos mugrosos de la mano izquierda, miró el viscoso resultado y se limpió en el pantalón, un agregado más a las muchas manchas amarillas de aceite y otros fluidos.

La batería empezó a lanzar destellos de energía blanca, chispazos eléctricos que mordían la piel y soltaban dentelladas a los transeúntes que caminaban muy cerca de Justino. Lo único que pudo hacer fue tratar de envolver el artefacto lo más que se podía y caminar de forma que lo ignoraran lo más posible.

Por el rabillo del ojo saltó un detalle, un mercader vestido con la túnica roja del Gremio de Comercio había visto la batería oculta tras un sucio trapo. Casi podía sentir el veneno de la ambición del hombre ansiando tener la batería en su poder. Justino vió como corría con uno de los mecanizados y apuntaba en su dirección.

“Mierda”, pensó.

El mecanizado avanzó hacia él con el característico ruido de miembros oxidados. El gólem de engranajes era un simple bruto de tres ojos, espalda ancha y un miembro más largo que el otro. Era lento, pero nadie dudaba que sus siete pies de altura le daban una ventaja estratégica.

Justino corrió hacia un pequeño callejón desconocido y apestoso a mugre. Estaba oscuro, pero la penumbra no sería de ayuda pues la visión del mecanizado le permitía distinguir figuras humanas incluso en la negrura de la noche. Casi le da un infarto cuando una escuálida rata gris saltó de una pila de basura en descomposición y le corrió por los pies descalzos.

Los arrastrados pasos metálicos ya podían escucharse con claridad, tenía que pensar su siguiente movimiento rápido. Sí lo capturaban, le quitarían la batería, eso era seguro, no podía arriesgarse a perder el preciado objeto. Sus dedos acariciaron el metal chisporroteante, sintiendo un ímpetu eléctrico casi excitante en la columna. Podía vender el pequeño tesoro, un hallazgo milagroso por la gracia de Az, eso le permitiría vivir a sus anchas por un mes, tal vez dos, sin tener que preocuparse por dónde dormir o comer. Pero primero tenía que despistar al mecanizado y llegar hasta el subnivel de desperdicio, unos cuantos cientos de metros más abajo.

La paredes circundantes no superaban los cinco metros de altura y había varias salientes que a manos y pies hábiles como las de un huérfano de Manchuko eran fáciles de escalar. Decidió que era mejor arriesgarse a intentar correr frente a la máquina.

Se ató la batería a la espalda con el cintillo y sus dedos ásperos se aferraron a la minúscula grieta en el ladrillo gris. Avanzó con cuidado, cada paso envuelto en sudor y temblor conforme sus músculos hacían el esfuerzo por mantener su peso colgando de la pared.

El mecanizado llegó hasta la entrada del callejón y se detuvo. Sus entrañas retumbaron con el característico ruido de gas a presión siendo liberado, buscando a su objetivo en los montones de desperdicios.

No tardó mucho cuando los tres ojos iluminaron a su presa como reflectores. La máquina avanzó, empujando con el brazo largo a sus obstáculos. Hizo un primer intento, impulsándose para casi tomar el pie izquierdo de Justino, quien alcanzó a recogerlo por milímetros.

La máquina retrocedió y su mecanismo mimicó un ruido que parecía un gruñido de frustración. Aún no se daba por vencida, flexionó los pistones de ambas piernas, con un rechinante ruido de óxido e hidráulicos que parecía un resorte a punto de saltar.

Sólo un pensamiento cruzó la mente de Justino, “si tan sólo.”

El destino hizo que mirara hacia arriba en el momento oportuno. La sombra de una tercera figura encapuchada se asomaba por el techo, extendiendo un brazo salvador hacia él.

— ¡A tus doce, niño! ¡Impúlsate!

Justino se apoyó en sus acalambrados miembros y saltó, el brazo lo tomó de inmediato por la pantorrilla y lo jaló hacia atrás, haciéndolo rodar por el tejado.

— Gra… — comenzó a murmurar.

—No hay tiempo, ¡sal de aquí! — dijo la figura.

Justino se paralizó al instante, allí donde estaría el rostro de su salvador, un ojo azul brillante insertado en una mueca sonriente de dientes metálicos.

Los pistones del mecanizado por fin se activaron y el gigante monstruoso cayó sobre ambos pies con un salto, liberando gas de presión y aligerando el cuerpo para seguir con la caza.

— ¡Corre! — respondió el hombre de cara plateada, mientras desenfundaba un objeto brillante y puntiagudo que parecía despedir energía. — ¡Ahora!

Lo último que Justino vio fue al hombre clavando el objeto en un costado del mecanizado, lanzando un destello blanco de luz intensa. Intentó retroceder, enceguecido por el resplandor y tanteando el terreno detrás de él, pero fue derribando en cuanto la onda expansiva lo alcanzó, empujándolo fuera de la ciudad y hacia abajo, a lo profundo del cañón.

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